El oro ha reaparecido en distintas crisis como “valor refugio”, y en esta ocasión no ha sido una excepción. Su valor como metal precioso es innnegable (es duradero, divisible, homogéneo y difícil de falsificar), pero la conveniencia de su utilización como producto de ahorro es más que dudosa. Al tratarse de un mercado totalmente liberalizado, invertir en oro significa poner los ahorros a merced de una burbuja especulativa no respaldada por ningún órgano supervisor. Además, para invertir en este particular mercado, hay que conocer su funcionamiento en profundidad y seguir con buen criterio la evolución de su cotización. En los últimos diez años, la cotización del oro con respecto al dólar se ha triplicado, llegando a valores similares a los de 1980. Estas subidas está muy ligadas al aumento del precio del petróleo que se produjo el pasado año, que ncareció los precios generales, es decir, que produjo inflación. Esto, unido a la crisis financiera ya inexorable entonces, motivó que los inversiones cualificados abandonaran la confianza en el dinero bancario y pasaran sus capitales a activos tangibles como el oro. A estos inversores especializados que ya han “jugado” les interesa convertir el oro en forma de ahorro masivo, que la demanda siga creciendo y que el precio se dispare. Ahora bien, como todas las burbujas, el precio de mercado que alcanzan se hace tarde o temprano insostenible, el mito se transforma, la demanda desciende, los que están mejor informados venden y los que llegaron tarde o no supieron cuándo había que abandonar el barco pierden su inversión y no pueden recuperarla de ninguna manera. Por todos estos motivos, no parece que el oro sea un producto seguro para los pequeños ahorradores.